Por Cristian Vitale para Pagina/12
Mejor recordarlo en movimiento: el rostro angulado, las mejillas hundidas, la mirada dura, el pañuelo al cuello, la risa sagaz, el pelo algo largo, algo ondulado. Y una impresión, siempre: Rubén Basoalto –que falleció ayer en el Hospital Argerich, víctima de un cáncer de pulmón– parecía un stone de entrecasa, un zeppelin de los barrios bajos donde el rock argentino era pan para el alma de cada día. Quilmes lo vio nacer, hace un poco más de 63 años, y allí se hizo junto a Willy Quiroga, un tanto más grande y proveniente del folklore, y Ricardo Soulé, el “serio” de una banda, Vox Dei, cuyos cuatro primeros discos fueron sencillamente gloriosos, fundamentales. No hay manera de quitarle entidad textual, musical y pasional al debut Caliente (1969), mucho menos a La Biblia (1971), Jeremías Pies de Plomo (1972) o Es una nube, no hay duda (1974), sin pasar por alto el primer registro en vivo del género en su historia: La nave infernal (1973). Cuatro discos, más una prueba piloto en vivo, que habrían sido inconcebibles sin una pata de las tres. O de las cuatro, mientras duró Juan Carlos Godoy.
Cierto, Soulé fue cerebro y alma de las armonías, la creación y los textos, del concepto global, fino e inspirado; ciertas también las aptitudes de Quiroga para frasear, con su voz grave, de contraste, esos grandes clásicos de la banda que excedían por largo a “Presente” o “Génesis”; y cierto, en iguales dosis, el tacto exacto, transpirado y potente del hombre que, con una batería casi de cabotaje –a la usanza del rock vernáculo de la época– llegó a status de pulpo. Cierto, también: Basoalto, por una serie de motivos inevitables, no podía llegar a un cenit de baterista dentro del universo del rock global. No podía, por poner dos ejemplos rápidos y al paso, igualar un solo maratónico, perfecto y criminal como el de John Bonham en la “Moby Dick” de The songs Remains the Same. O alterar estados a un nivel de no retorno como Neil Peart, el animal de Rush, pero sí ir por ese camino. Así fue, de hecho. Su pulso conllevaba la impronta de una época que no necesitaba demasiados artilugios. Basoalto fue un animalito de la batería de rock en la Argentina. Un artesano. Un obrero raso de los palillos que tuvo que seguir laburando hasta que ese maldito cáncer de pulmón le boicoteó la vida, porque si no se moría de hambre ¡pese a haber grabado La Biblia! Fue guía y espejo de una generación en la que todo estaba por hacerse. De un sentimiento musical y popular arraigado a las entrañas de los hijos de las clases trabajadoras del conurbano, de su cosmovisión, de su sistema de valores. Y Basoalto fue el carismático de la banda, el que entraba en los seguidores por su carácter simple y cercano.
Basoalto, más allá de sus virtudes como baterista, encarnaba entero a un personaje prototípico de algo que se extraña, y mucho: el referente rockero de las casas bajas de Varela, Escalada, Berazategui o Laferrere, antes de que otros géneros que hoy las cascotean le robaran las banderas al rock, cuando éste se plantaba fuerte –como música y cultura– a la par de Los Mirlos, Sandro, el axé o el chamamé. Rubén fue de la vieja escuela, de esa trinchera de la periferia refractaria al business y a la complicada maraña de management y productoras. Fue de la escuela del vino compañero, la charla cara a cara al sol, la de los excesos de noche y el mate de día, la minita del barrio y el winco de púa dura como principio motor de la creación. Muchos de los que ayer, antes de la noticia, iban a congregarse para entregarle un recital a voluntad (Willy Quiroga, Simón Quiroga, Carlos Gardelini, Gabriel Soule, Edelmiro Molinari y Gady Pampillón, entre ellos) podrían dar larga cuenta de esto.
La data para enciclopedias futuras es que el pulpo fue el baterista de la banda que más duró en el rock argentino (43 años); que grabó 17 discos –algunos muy buenos, otros no tanto, y cuatro o cinco imprescindibles–; que murió un 3 de noviembre a las 9.30 de la mañana; y que era un tipo querido. Pero la sensación subterránea, la más profunda, es que con él se les fue un pedacito de corazón a los rockeros de los cordones... Un poco como ése que Ricardo Tapia, de la Mississippi, describe en la balada de Jimmy Gerli: “Los chicos en el barrio/ se le acercan para escuchar / historias de los héroes de esta calle/ que ya no están más”... Un brindis por ellos.
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