SOBRE MANAGERS Y AMIGOS
"Necesitamos en quien confiar"
El manager es una figura legendaria. Las relaciones de amor-odio entre managers y “artistas” serían dignas de un relato de Willy Shakespeare. Existe al manager-amigo, que llega del barrio con los músicos, o es alguien de confianza de alguien. Existe el manager “big fish”, esa vieja escuela de managers paternalistas que convertían el carbón en diamantes en almíbar. Existen managers corruptos que cuidan sus intereses con demasiado cuidado, que tejen debajo de la mesa los acuerdos discográficos, pues en los managers se depositan confianza y activos. Asimismo habría que diferenciar entre el “road manager” (que organiza la gira, que viaja con la banda), el “personal manager” (que también ordena los asuntos propios de la contabilidad y la infraestructura diaria de un “artista”) y el anteriormente citado “big fish”, que es el CEO de una “oficina” de managerato. No hay que descartar cierta sensibilidad artística, una influencia intelectual, y otras capacidades que permiten al manager ponerse al frente de la tarea que corresponda: desde llegar a destino, cobrar, que todo resulte, etcétera. Lo cierto es que todos necesitamos alguien en quien confiar, y muchas relaciones (de managerato musical) no están detalladas en ningún contrato. El “manager amigo” gestiona los primeros pasos, será quien tenga que enfrentarse (o adaptarse) a “la oficina”, a la “compañía”. Puede ser traicionado, puede traicionar, puede corromperse como cualquiera.
Mi primer manager fue Pepe Vinci. Cuando lo conocí vivía en un modesto departamento cercano a la avenida Santa Fe, y me invitó a cenar salchichas con puré de arvejas. También estábamos juntos cuando nos detuvieron los “civiles” de toxicomanía y nos llevaron a “Huergo”. Detenido y de cara a la pared, Pepe me susurró el teléfono de Joe Stefanuolo. Conseguí memorizarlo y, cuando salí (era menor de edad y después de unos sopapos era cosa de encontrar un adulto que me pase a buscar y respirar la libertad en el colectivo de vuelta a casa), lo llamé para que “libere” a mis compañeros.
Para mí ya se terminó “la era del 30 por ciento”. En algunos casos, el manager cobra el 30 por ciento del cachet, después se descuentan los gastos, y lo que queda se reparte entre los músicos; de esta forma, el manager siempre tiene mejor coche y mejor ropa, pero los tiempos cambian y los músicos aprendemos de nuestros errores y de nuestro instinto (y del de otros). Los Vitale “transmiten” los principios artesanales de la independencia discográfica a Patricio Rey y treinta años después sigue siendo un ejemplo intacto de independencia ética y estratégica, y un caso único en el mundo mundial.
La figura del manager se expande hacia el área discográfica, oficiando de intermediario y productor ejecutivo, hacia el patrimonio editorial (legalmente plausible), hacia los presupuestos de publicidad, etcétera... Nuestra historia también es la de nuestros managers: desde el editor Jorge Alvarez, fundador del sello Mandioca y de la movida cuevera organizada, su “delfín” Oscar López, el legendario Daniel Grinbank, Alberto Ohanian (el visionario que expandió los lindes del rock argentino a toda
Todos los mencionados, entre otros (Pierre, Pity, Ares, etc.), colaboraron con la existencia misma del movimiento, con la existencia pura de los grupos y su música, es imposible imaginar al rock argentino (el rock nuestro de cada día) sin el concurso de los managers. Pero la ocasión hace al ladrón, algunos tenemos el culo limpio y otros menos. Los “artistas” pueden ser infantiles descerebrados, bohemios, adictos o estrategas elegantes, cada uno tiene un “imperio romano” en el pantalón... o un cohete.
Como ocurrió en Cromañón... ¡fue un fuckin’ cohete! No puedo señalar las responsabilidades, porque no estoy debidamente informado. No me consta que exista un crimen siquiera, acaso una imprudencia o un accidente fatal; se habla de “los autores intelectuales” del affaire de las bengalas y el fuego, de una puerta abierta y otra cerrada. La peligrosidad y la inseguridad genéricas también son derechos humanos; el soborno, la debilidad de las infraestructuras, la vista gorda, son folklorismos que aceptamos como parte de la cultura criolla (la viveza, en este caso). Dudo mucho que todo el peso de la condena “tenga” que caer sobre los hombros de Omar Chabán, el manager y no sé quién más. Otra vez no hay vencedores ni vencidos, sospecho que
LOS MANAGERS, ANTES Y DESPUES DE
¿QUE ES UN MANAGER? ¿UN ENTE HUMANO SEPARADO DE LOS ARTISTAS POR UNA MAMPARA INFRANQUEABLE O UN PERSONERO QUE LEGITIMA SUS DECISIONES LUEGO DE UN CONSENSO? “ACA, LOS MANAGERS TENDRIAN QUE LLAMARSE SECRETARIOS”, DICE MUNDY EPIFANIO.
Por Cristian Vitale para suplemento NO Pagina 12
Puede que, en ciertos productos masivos, la figura del manager dé con la imagen del hombre que opera en las sombras. Que baja de un pedestal para leerle al músico –o algo así– el manual de instrucciones para triunfar en la picadora de carne, y llevarse los morlacos. Mambrú, Bandana, Ricky Martin o los Jonas Brothers sabrán contarlo mejor, pero el rock en sí –y el rock que se autoasume independiente– se mueve en otra dimensión. Es, en teoría, horizontal y participativo. Si el músico no es amigo del representante, al menos lo incluye como una parte esencial que da movimiento a la máquina. El músico siempre sabe lo que el manager hace. No le firma un poder total y se desentiende. Es corresponsable en las buenas, y también –debería serlo– en las malas. Músicos y managers son, y mucho más en el rock de presumida ralea independiente, algo así como amigos. Socios de confianza. Casi indisolubles. Nadie, a esta altura, podría pensar a Los Redondos sin
Por otro, el manager jamás se mueve en abstracto. Opera en un contexto colectivo, global, que implica costumbres, ritos, pertenencias, necesidades, preferencias y referencias. Interactúa dentro de un estado de cosas dado del que músicos, público, bolicheros, productores, patovicas y otros actores son parte. A su forma y en su rol, pero es parte. Se mueve como puede. Negociando. Negando y concediendo. Consultando y discutiendo. Transando o accediendo. Protegiendo o corrompiendo.
Aunque no es de incumbencia periodística dictaminar justicia, el fallo sobre Cromañón desestima la verdadera proporcionalidad entre los actores en juego. No se discute si 18 años es mucho, poco o nada para Diego Argañaraz, el manager de Callejeros. O para Chabán. O para quien sea. Pero, ¿Argañaraz es el Diablo y Fontanet, Dios? ¿18 a 0 no se parece a una goleada por falta de arquero? ¿Es negro y blanco sin grises? ¿Argañaraz arrió a los músicos como vacas al corral? ¿Les adornó el salón con velitas de fuego como si fuera una fiesta sorpresa? Esto no tiene nada que ver con las condiciones de independencia, horizontalidad, amistad o cercanía de las que los músicos –incluso Callejeros– se jactan –o se jactaban– antes del diario del jueves. Las pocas veces que el NO intentó comunicarse con la banda para hacer una entrevista –antes de la tragedia–-, la respuesta del propio Argañaraz fue automática: “Los chicos dijeron que no quieren dar notas a los medios que le dieron la espalda”. ¿Acaso no era una decisión consensuada o era un capricho de Argañaraz? ¿Se puede sindicar al manager en desgracia como único responsable, sólo por la fuerza formal de un gancho?
Sin ser expertos en leyes, huele a relación proporcionalmente perversa que al manager le hayan caído 18 años de sombra encima, y ninguno a sus músicos. El caso es que la condena desengancha un abismo a los músicos del representante. Aun con la vista gorda de Argañaraz ante las dos bolsas de pirotecnia que
Epifanio descree que en
Fausto Lomba hace 12 años que cumple el rol en Catupecu Machu. Dice: “Hay distintos tipos de manager; están los gerenciadores, que son los que hacen lo que la banda quiere y que para mí representan el 80 por ciento de los casos en
Lomba recurre a la alegoría simbólica del elefante blanco. Puede ser, el elefante, una mina en bolas, un porro gigante o una ametralladora. Para el caso da igual. “A ver... si yo quiero meter un elefante blanco en un show, primero me tengo que poner de acuerdo con los músicos, porque el manager nunca va a hacer algo que el artista no quiera. Después, tengo que consensuarlo con los productores y ver cuáles serían los beneficios o no de poner el elefante blanco en determinado contexto. Hay que estar atentos sobre el lugar donde tocás y dónde ponés el elefante, porque el lugar lo elegís vos, nadie te lleva de los pelos. Si elegís un lugar, te tenés que hacer responsable del lugar que elegiste. Una vez, Fernando (Ruiz Díaz) amenazó con levantar un show en Obras si no ponían goma espuma en las vallas, para que los pibes no se golpearan. Ojo, los imponderables siempre están, sólo se trata de llevar el riesgo al mínimo.”
Roberto Cosseddu, manager-amigo de los Horcas, habla de dos modos de trabajo. Uno estrictamente profesional: la administración de cuentas y fechas, un rol más cercano a lo funcional que a lo humano. Y otro más relacionado con lo personal, a la criolla. “Acá pasa que algún amigo lo hace de onda y, si funciona, se genera una relación de dependencia. Cuando esto sucede, el manager adquiere preponderancia y debe saber adoptar decisiones por más difíciles que sean y hacerlas valer, porque el artista a veces sólo atiende su mundo. El trabajo del manager es bajarlo a tierra... contener, escuchar, aconsejar y entender al artista porque su sensibilidad es diferente al resto y es precisamente esa sensibilidad lo que lo hace diferente. ¡No es difícil ser el jefe del jefe!”
Desde el lado de los músicos, pocos admiten la situación de desenganche. Como el Vasco, baterista de MAD, y el Tano, baterista de
Otro ejemplo es el de Adrián Barilari, histórico cantante de Rata Blanca. “No existe un manual de manejo entre músicos y representantes. En mi caso, lo fundamental es que se firme un contrato para establecer las pautas que se van a llevar a cabo después. De allí surgirán las facultades que el artista le otorgue a su manager y las que éste deberá cumplir, pero considero que el artista debe monitorear siempre los pasos de su representante para estar al tanto y de acuerdo en cosas que surgen en estos negocios que poco tienen que ver a veces con lo artístico.”
Puede contemplarse la autocrítica –nacida del dolor– que llevó a Maximiliano Djerfy a abandonar Callejeros “a las piñas” (“No deberíamos haber tocado esa noche”, dijo alguna vez), pero cuesta creerle que ellos sólo se subían al escenario y tocaban, que se mantenían al margen de los pormenores de esos shows integrales. Es cierto: Callejeros corrió con la maldición de un estado de cosas mayor, que podría haberle caído a un sinfín de bandas de aquel entonces. No pueden ser considerados asesinos (ni ellos, ni el manager, ni Chabán). Pero los 193 muertos fueron allí, en Cromañón, en “su” recital, y las bengalas, como en decenas de recitales de otras bandas, no entraron solas. Es inútil negar responsabilidad, al menos. Reconocerla para limpiarse por dentro, más allá de las rejas. Hay una sentencia moral que está esperando: el infranqueable poder de la conciencia, esa abuela que regula al mundo, como decía el gran Flaco Spinetta, un rockero de los que ya escasean.
Una primavera de primicias rockeras florece en los jardines del NO. Atención solidaria: fans ricoteros convocan a donar ropa, calzado, alimentos no perecederos, pañales y frazadas en el concierto que el Indio Solari dará el 19 de septiembre en Salta. Atención piojosos: mientras completa el plantel de su nueva banda, Andrés Ciro ya comenzó las sesiones de grabación para el que será su primer disco solista.
La culpa de Callejeros
28.08.2009 – Fuente: Critica Digital
Eran la banda del momento en diciembre de 2004. Celebraban despreocupados el fin de un año que los había consagrado. A imagen de sus admirados Redonditos de Ricota, la banda de Patricio “Pato” Santos Fontanet hacía gala de los shows más bengaleros del rock chabón. Sin embargo protagonizaron la terrible noche que marcó para siempre a la banda, a una generación y lo que quedaba del rock argentino, un movimiento nacido en el siglo XX como contracultural y crítico del estado de las cosas. Para entender ese viaje de cuarenta años hacia la tragedia, escriben hoy Miguel Cantilo, un referente indiscutido del rock en español, y dos periodistas del diario: Sergio Marchi, una de las voces más autorizadas sobre el género en
La teoría del libre mercado
Miguel Cantilo
Cuando se generó un éxito de convocatoria de las proporciones alcanzadas por el grupo Callejeros, antes del drama que potenció aún más su fama, se excedió el límite de lo musical. Desde entonces no estuvimos en presencia de un simple conjunto de rock sino de una empresa. Me parece importante analizar a Callejeros como una empresa comercial que brinda un servicio musical por el que factura dividendos que muchas pymes soñarían recaudar. Por este motivo toda la estructura que rodea a esta empresa se mueve con los códigos del show business, con objetivos de marketing y una asesoría letrada calificada como para defender su negocio con suprema habilidad. No me toca a mí juzgarlos por la tragedia de Cromañon porque es una tarea para la cual hay que sumergirse en un océano de pruebas, testimonios y coartadas que corresponde estudiar a juristas especializados. Se puede estar o no de acuerdo con el veredicto del Tribunal que los eximió de culpa, pero es inútil tratar de emitir un veredicto propio sin tener acceso a las miles de fojas de la causa. Porque el sentido común no basta para explicar tanta desidia, tanta negligencia por parte de los diferentes actores.
Lo que puedo percibir es que Callejeros es un gran negocio musical cuyos componentes, como en la mayoría de las empresas, priorizan la rentabilidad a cualquier precio. La prueba más contundente es que, habiendo sido exculpados por el Tribunal, van por más en la búsqueda de jugosas indemnizaciones. La meta fundamental de toda empresa es aumentar sus ganancias y la música, en este caso, es sólo la materia prima alrededor de la cual una rueda de socios obtiene sus beneficios. Pero por eso, puntualmente, no se los puede culpar. Es lo que han asimilado del sistema imperante. Un lucro voraz sin escrúpulos en una sociedad que idolatra el dinero. Eso se aprende hasta en la calle. Proyectos comerciales de todo tipo rayanos en la ilegalidad pululan en nuestras ciudades amparados por un estilo mafioso que baja como mandato desde la política, los gobiernos, los sindicatos, las prepagas de salud, los multimedios, y una variopinta fauna de malevaje social. Hoy día la mayoría de las exitosas bandas de rock son empresas y en algunos casos los músicos son socios mayoritarios, en otras, empleados asalariados y en otras tienen otros oficios para su sostén ya que lo que los “dueños de la banda” les pagan no les alcanzaría para vivir. Se suben al escenario sólo por el irresistible placer que les brinda la fama.
El eslabón podrido que quiebra la cadena lógica está en quienes deben poner límites a empresas de cualquier índole que no reparan en daños a terceros para solventar su negocio. Si el Estado no pone coto a las empresas que destruyen el medio natural, las mineras que envenenan las napas, las sojeras que pampeanizan los bosques, las fumigadoras que enferman pobladores, los laboratorios que imponen a través de amenazas placebos y vacunas dudosas, por citar algunas, ¿por qué habría de controlar a una empresa de entretenimientos festejada por sus seguidores? Es la teoría del libre mercado aplicada por la libre mafia. Esto otorga luz verde a los músicos-empresarios para arrear como ganado a su tropa y hacinarla donde le resulte más provechoso. El modelo está dictado desde Los Redonditos de Ricota, eso se percibe hasta en la música de Callejeros que, al momento de la tragedia, era una mala imitación de los Redondos. Sin embargo Redonditos hubo uno solo. Su idea de prescindir de los mecanismos habituales y elaborar un negocio independiente, autónomo y autogestionado fue un experimento conducido inteligentemente por personas que conocían desde la génesis el movimiento de rock argentino y a pesar de haber tenido tropiezos con la represión, como en el recordado caso de Walter Bulacio, supieron llevar con habilidad su monstruosa convocatoria. Posiblemente una de las razones de su separación haya sido encontrar ese límite que las empresas irresponsables no olfatean. Cuando el marco de seguridad, de previsión, de sensatez, se ve superado por las ansias empresariales de facturar, surgen los fenómenos como guarderías infantiles en baños públicos, vándalos subiendo al escenario a robar equipos entre la humareda y las llamaradas, complicidad y ausencia de la policía y las autoridades municipales. En fin: caldo de cultivo para el drama que marcha, como de costumbre, detrás de los acontecimientos. Cuando el desastre ya ocurrió surgen las reclamaciones, la búsqueda de culpables y ese lugar común: “deslindar responsabilidades”. Pero para entonces el daño está causado, las muertes destrozaron familias y voltear un intendente no basta. Tampoco dejar sin trabajo a miles de músicos y actores cerrando salas porque no reúnen sorpresivos requisitos que jamás anteriormente habían parecido necesarios.
En todo este panorama lo que va en el vagón de cola es el hecho cultural o artístico. Presenciamos transacciones cuyo manejo de numerosa clientela ha quedado fuera del control de las autoridades regulatorias . ¿Concierto? ¿Recital? ¿Festival?
Son todas etiquetas que se sirven de formas de aceptación popular generalizada para facturar en alta escala soslayando los riesgos colaterales. Las huestes que acuden a los Tribunales a apoyar al grupo en su defensa no son otra cosa que consumidores cautivos de un producto hábilmente promocionado y comercializado. Son las leyes del mercado. No hay fuego sagrado, no hay mística alguna. Sólo estamos frente a un grupo de eficientes profesionales cuyo objetivo es incrementar el flujo de público, no importa dónde, ni cómo, ni gracias a qué desgraciado disparador de fama, para continuar ganando dinero. Es la libre empresa aplicada salvajemente, con un cuenta ganado en una mano y una botella de ginebra en la otra. Se culpa a la droga pero testigos presenciales de la tragedia me relataron que, aquel nefasto día, ya desde los trenes que descargaban multitudes en Plaza Miserere se podía apreciar la alcoholización general. El abierto consumo de bebidas alcohólicas exacerbado por el intenso calor y la sed fue causal directo del empleo de bengalas bajo la media sombra, una actitud demencial y autodestructiva que ningún ser humano en sus plenas facultades podría permitirse. La venta de ese tipo de bebidas es parte fundamental del negocio y cada detalle nos regresa al mismo punto. Nuestra sociedad está deificando la capacidad de ganar dinero. Cada riff de la guitarra, cada nota emitida por el cantor, cada grito de la multitud tiene su precio.
Aunque no se vea, cada canción, cada ritual masivo de rock nace con su propio código de barras en el orillo y detrás hay un contador registrando el impuesto que su público debe pagar por pertenecer a la tribu. Aunque ese impuesto a veces sea la vida misma.
No entendieron nada
Christian Sánchez
Cuando Seru Girán volvió en 1992 y se presentó en la cancha de River, a pocas cuadras –en Obras– Soda Stereo presentaba el disco Dínamo. Por aquellos años ya era famosa la dicotomía entre Soda y los Redonditos de Ricota, pero una parte del público de Seru intentó abonar una nueva y anacrónica disputa. “Y ya lo ve, y ya lo ve, es para Soda que lo mira por tevé”, gritaban. Pedro Aznar, se acercó al micrófono y dijo: “Nosotros también los vemos a ellos por tevé, porque nos gusta mucho lo que hacen”, el desconcierto de la gente duró sólo unas milésimas de segundo hasta que reaccionaron, cambiaron de opinión y comenzaron a aplaudir las palabras del músico. Fin de la polémica.
¿Qué tiene que ver esto con Callejeros? Mucho, porque demuestra la influencia que los artistas tienen sobre su público.
La banda liderada –aunque ahora parece que no– por Patricio Fontanet fue parte de ese fenómeno en donde el público de muchos grupos se transformó en barrabravas, en donde tener la remera de otra banda podía generar una pelea, en donde todos competían para ver quién la tenía más grande, con sus banderas, cánticos y, claro, pirotecnia que los colocara como “el público más macho del rock”.
La tendencia comenzó en la década del noventa, en tiempos en los que se terminó de profundizar la desculturización que se llevó puesta a una generación y pico –y que si seguimos en este sendero, se llevará otra más–. En esos tiempos, las bandas de cumbia llegaron para correr al rock de la escena y de su podio como la música popular más convocante. De ahí también la vuelta de grupos clásicos a los escenarios, nada parecía movilizar más a la gente que las bandas y solistas que se habían hecho grandes en las décadas anteriores, y que habían hecho grande al mismísimo rock.
Para finales de la década infame, el que había sido el movimiento rockero más importante de la música en español, no parecía tener nada nuevo para ofrecer hasta que algunas revistas –recuerdo una nota en Rolling Stone– comenzaron a hablar del rock “chabón” o “barrial”. Chicos que se autofinanciaban, que estaban en contra de la industria –hasta que apareció la guita– y que se mostraban como la salvación del movimiento.
Así aparecieron una tras otra, hasta que llegó Callejeros, que a fuerza de (intentar) copiar a los Redondos, creyeron que podrían también calcar la mística de la banda. Pero lo que revivieron fueron los errores del grupo, los estigmas, todo aquello que convirtió a los seguidores de los Redondos en una suerte de tribu incondicional, pero también sin límites. Mundy Epifanio, un mítico manager del rock nacional, un día me explicó por qué siempre sostuvo que la principal responsable era la banda: “Ellos generaron el propio monstruo, cuando sacaron el video Masacre en el puticlub, eso fue detonante y generó que todos los pibes hicieran lo que veían ahí; por algo al público en Estados Unidos lo llaman el monstruo de las mil cabezas, porque consume lo que vos le das, y si lo que vos le das es eso, porque a vos te gusta, lo van a hacer, y después lo van a generar solos”. Su teoría fue compartida por los propios integrantes de los Redondos.
A diferencia de la banda del Indio Solari, Callejeros nunca pudo sostener desde el punto de vista artístico su creciente masividad. Nunca podría haber llegado muy lejos, si no le hubiera tocado un momento en el que el rock nacional poco tenía para ofrecer. Ni las letras, ni la música, ni ellos como instrumentistas, ni Fontanet como cantante estuvieron a la altura de su popularidad. Pero como en el país de los ciegos el tuerto es rey, ellos se convirtieron en una banda convocante y, de a poco, mediática. Vale aclarar que lo mismo pasó con otros grupos que formaron parte de esa movida.
Como reemplazo de sus carencias artísticas, fomentaron el afán del público por compartir el protagonismo con los grupos. Y así, empezaron a jactarse de ser “la banda más bengalera del rock”, lo que les trajo dos denuncias –una en Obras y otra en Excursionistas–, porque si a la gente no le dejaban entrar las bengalas, ellos se encargaban de “hacer que las pasaran”. La misma precariedad la trasladaron a todo el resto de sus manejos, creyendo que sin experiencia –ni de ellos ni de su manager– podían afrontar desafíos como hacerse cargo de la seguridad de un concierto.
Con dos denuncias encima, Callejeros –y muchos otros– siguieron con la –si se me permite– estupidez de tolerar y alentar el uso de las bengalas. “Era normal en los recitales”, dijo su ex guitarrista hace unos días; “nunca nos dimos cuenta de que algo malo podía pasar”, señalaron varios “ingenuos” periodistas. Mentira. Una cosa son las bandas que se hicieron cargo, admitieron el error y pidieron disculpas luego de la tragedia de Cromañón; otra muy distinta es seguir haciéndose el boludo. “En recitales hasta de Charly García y Soledad prendían bengalas. También en el Gran Rex”, dijo el mismo personaje. Otra mentira. Cualquiera que haya asistido a un recital en el Rex sabe que mucho antes de Cromañón no permitían siquiera prender un pucho. Tampoco es cierto lo otro. Desde el año 90 he ido a ver casi todos los recitales de García y las pocas veces que alguien atinó a encender una bengala, era candidato a ganarse una trompada del que tenía al lado. El propio Gustavo Cerati tocó en Costanera, gratis y al aire libre, el 20 de noviembre de 2004, durante el show alguien prendió una bengala y sucedieron varias cosas interesantes: la primera es que los músicos ignoraron el “ritual”, la segunda que todos se abrieron y lo dejaron solo mientras lo puteaban; no nos entraba en la cabeza esa impericia. Poco más de un mes después, ocurría lo de Cromañón.
Y no es que los que nos dimos cuenta del peligro y pedíamos que las apagaran éramos más vivos que los demás, sino que se trataba del simple sentido común –¿les suena?, sentido común–. Después querían saber por qué Chabán pidió que no encendieran bengalas –y mucho menos las candelas que escupían 90 bolas de fuego de 1.250 grados de temperatura, que derritieron los paneles acústicos más caros del mercado–, no era un vidente; lo que cuesta entender es cómo los que más tarde se rasgaron las vestiduras diciendo “no nos dábamos cuenta”, precisamente, no se dieron cuenta. Si hasta en la entrada del boliche había un cartel que prohibía el ingreso de pirotecnia.
Pero nadie fue, todos los que iban a recitales y prendían bengalas eran carmelitas descalzas, igual que quienes lo incentivaban como si fuera una piolada; nadie entendió algo tan básico como que prender pirotecnia en un lugar cerrado –o abierto, para el caso– era peligroso, como mínimo para los que estaban alrededor.
Nadie entendió nada. El miércoles 18 de febrero de este año, después del alud que arrasó con Tartagal, algunas bandas organizaron un recital benéfico en El Teatro de Colegiales. Pero hubo que suspenderlo porque la capacidad del lugar fue saturada y se desataron incidentes entre la gente y la policía. Otra vez la imagen de corridas, ambulancias y fanáticos –en el único mal sentido que tiene la palabra–, que gritaban que no se irían sin entrar. Nunca entendieron que cuando no hay más capacidad tienen que dar media vuelta e irse, que el fin era ayudar y que el rock podía demostrar que había entendido algo y que había madurado. Pero no entendieron, una vez más, y volvieron a demostrar una prepotencia que se pareció bastante a la que exhibieron los Callejeros todo este tiempo. Y algunos todavía no conciben que Chabán no haya suspendido el concierto la noche del 30 de diciembre de 2004. ¿Se imaginan cómo hubiera reaccionado el público?
En tiempos en los que el propio Gobierno hace del fútbol un derecho democrático, que compara goles con desaparecidos, todo se sigue vaciando de contenido, y parecemos estar condenados a vivir en una lógica futbolera que sólo busca sacar provecho a costa de la gente –el mismo norte de Callejeros–. Después nos preguntamos cuál es el caldo de cultivo que genera las “barras bravas del rock”, o a los que prendieron las candelas aquella noche, o a bandas como la de Fontanet; total, nada parece importa.
Pero la alegoría futbolera no tienen límites y fue llevada al extremo cuando un grupo de personas a las que parece calzarles la definición de descerebrados, festejaron la absolución de la banda por parte del tribunal en primera instancia, como si fueran ni más ni menos que goles. Está claro, no entendieron nada.
Nada
Sergio Marchi
Aunque cueste, habría que hacer un ejercicio de justicia con Callejeros. Es imposible sustraerse a la combinación nefasta entre la banda y la tragedia de Cromañón, una asociación que los perseguirá de por vida, pero habría que preguntarse: ¿cuál es el lugar de Callejeros en la historia del rock? Más allá de colocarles el cartelito de “tristemente célebres”, ciertas cuestiones sobre el rock argentino (mal llamado nacional, como si el mundo entero fuese argentino) quedarán sin interrogar si ese ejercicio no se lleva a cabo.
Callejeros es una banda que simboliza, quizá como ninguna, la encrucijada entre este tiempo, este país, y este rock que lo refleja fielmente en su propia carne. Hoy en su sitio, aparece un eslogan vago (“No olvidar, siempre resistir”), una dedicatoria lógica (“A los Invisibles por siempre”), y el resto es un foro donde los seguidores postean mensajes y se contestan. Callejeros no dice nada, no baja línea, no comunica, no propone: nada. Deja que sus seguidores armen un discurso en su nombre. De acuerdo, es simplemente un sitio (aunque en estas épocas un sitio es, un poco, una manera de darse a conocer), pero no deja de ser un síntoma: Callejeros fue el grupo que dejó hacer, siguiendo la doctrina que alguna vez impartió el Indio Solari desde un escenario: “Cada cual que cuide su propio culito”. No está mal apelar a la responsabilidad individual. Pero alguien que se sube a un escenario, mal que le pese, es un líder; y más presente deberá estar su liderazgo cuanto mayor sea la cantidad de personas que lo siguen. No se puede dejar hacer: hay que contener, hay que guiar, hay que brillar. Hay que iluminar. Y no con bengalas, precisamente.
Hubo otra gran tragedia del rock que aconteció en el Festival de Altamont, en diciembre de 1969, cuando los Hell’s Angels se encargaron de la seguridad de un festival gratuito cuyo número de cierre eran los Rolling Stones. Ahí el descontrol no corría por cuenta del público, sino que estaba a cargo de aquellos que debían “cuidarlos”. El documental Gimme Shelter muestra los vanos esfuerzos por encauzar la situación por parte de los músicos, lo que termina con Marty Balin, guitarrista del grupo psicodélico Jefferson Airplane, golpeado por un Hell’s Angel. Más tarde se lo verá a Mick Jagger, al principio conciliador y después más enérgico, exigiendo la calma que brillaba por su ausencia. No pudo evitar que un Hell’s Angel asesinara a Meredith Hunter, pero Jagger paró varias veces el show y le habló claramente a la gente. En Cromañón el único que habló claro, aunque con infortunio, fue Omar Chabán, cuando pidió que no prendieran más bengalas. Patricio Fontanet, voz y vocero del grupo, sobró la situación con una frase que parecía más de compromiso y dirigida a un público compuesto por chicos de salita de preescolar: “¿Se van a portar bien?”. Una frase que no iba a incomodar a la gente y que puede haber sido entendida como un guiño cómplice.
Eso no los convierte en asesinos. Pero muestra lo endeble de su liderazgo: Callejeros es una banda que gozaba de un éxito que le quedaba demasiado grande. No tenían la responsabilidad suficiente como para convocar a un estadio (tocaron en Obras), y menos a un lugar con las falencias de República Cromañón. Su estatura artística tampoco daba la medida para semejante legión de seguidores. Es cuestión de escuchar sus tres primeros discos: estaban en la fase de imitación. Buscaban una identidad copiando malamente a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Metían saxo en todos los temas, pero no sabían muy bien qué hacer con él, y ni siquiera parecían acertar con la afinación. Su música carecía (aún hoy carece) de arreglos y hasta de gracia melódica, armónica o rítmica. La pregunta es: ¿entonces por qué los seguía tanta gente? ¿Qué tenían de especiales?
La respuesta es: nada. Eso los hacía especiales: eran iguales al público que los seguía, o al menos se mostraban de esa manera. Callejeros corporizaba ese falso postulado punk de que “cualquiera puede hacerlo”. Componían canciones comunes para gente común con armonías comunes y, sobre todo, letras comunes. La inspiración no parecía ser un requisito necesario para un discurso “sincero”. “A pensar, a reaccionar, a relajar, a despotricar, a decir estupideces”, cantan los Callejeros desde “Distinto”, el tema que abrió su tercer disco, Rocanroles sin destino, el último que editaron antes de la tragedia de diciembre de 2004. “A consumirme, a incendiarme, a reír sin preocuparme, hoy vine hasta acá, a tapar mi ingenuidad con un poco más que sal”, continúan en la misma canción. Quitando las metáforas ígneas que hoy, con el resultado puesto, suenan casi indignantes, la letra de la canción refleja un estado de cosas de una buena porción del público seguidor de Callejeros: el descuido total como una forma de evasión o, peor, una forma de vida. Que es lo que llevó a lo que pasó en Cromañón.
Ese descuido, ese “dale que va”, ese “no pasa nada”, ese “correla que va en chancletas”, no es solamente el rock chabón, Callejeros o Cromañón: somos también nosotros. El “tapar la ingenuidad con un poco más que sal”, además de ser una pésima metáfora sobre la cocaína, es también el “tomo para olvidar”, tan tanguero y tan macho. Es el lugar donde la persona que toma precauciones se transforma en un cobarde que no sabe vivir o en un cagón que merece el desprecio colectivo. Es el argento enano y facho que todos llevamos dentro bajando línea de lo que no sabe. Ése es el caldero donde se cuece la noción de que está bueno tirar una bengala “total-no-pasa-nada”. Es el canchero que lleva el perro sin correa porque “el-animal-me-obedece”. Un buen día, al perro lo pisa un auto, y el animal pasa a ser el que manejaba. Eso es Argentina hoy. Y eso es Callejeros también: una banda que representa en su propuesta artística esa liviandad que confundimos con libertad. Callejeros: no incentivaron el uso de bengalas, tampoco dijeron nada al respecto. Siguen sin decir algo. Siguen sin tener nada qué decir. Ni siquiera: “Lo sentimos muchísimo”.
No resulta extraño entonces, que una buena mayoría del resto de sus colegas, abjure de Callejeros, que a través de sus fans, en sus foros, o en los festejos posteriores al fallo siguen intentando defenderse diciendo que “las bengalas no se prendían solamente en nuestros recitales”. Claro que no: buena parte del rock de los últimos tiempos se pareció demasiado al “dale que va”. Pero lo único bueno que podría surgir del desastre de República Cromañón ya ha sido escrito, es el aprendizaje de una durísima lección. Hubo muchos músicos de rock que recogieron ese guante y pararon el show apenas alguien encendió una bengala. Hay otros que siguen “dejando hacer” por no querer ser considerados “represores”.
Pete Townshend dijo en una célebre frase sobre el rock que “si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio; si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer; si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para redimirlo, entonces es rock and roll”. Se trata del mismo hombre que cuando lo acusaron de “pedófilo”, le exigió a la policía que lo investigara. Y puso la cara ante la prensa para aclarar que le disgustaba la pornografía infantil en internet y que, sí, había usado tres o cuatro veces su tarjeta de crédito para acceder a sitios que la mostraban, porque estaba investigando sus propios traumas. Tenía la sensación de que habían abusado sexualmente de él cuando tenía seis o siete años, y buscaba respuestas. Mucho tiempo atrás, Townshend había compuesto una ópera sobre un chico que no veía, no escuchaba y no hablaba. Pero sentía como lo habían dejado solo con un primo que le pegaba, y con un tío que lo toqueteaba. Esa era la trama de Tommy. Y recién estaba entendiendo por qué había escrito eso. El cuento termina con Pete Townshend declarado inocente.
A diferencia de lo que pasó con Callejeros, los fans de The Who no salieron a festejar: confiaban en Townshend y se sintieron aliviados con el resultado. La diferencia es que Pete Townshend se hizo cargo, admitió su culpabilidad, pero jamás dejó de creer en su inocencia. Actuó como se supone que un verdadero rockero debe hacerlo: con valentía y sin victimizarse. Es obvio que hay tantas diferencias entre
10 comentarios:
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